Soy un paranoico al revés: siempre sospecho que la gente está haciendo algo para hacerme feliz.
Me paso el día entero diciendo que estoy encantado de haberlas conocido a
personas que me importan un comino. Pero supongo que si uno quiere seguir
viviendo, tiene que decir tonterías de esas.
Una de las cosas malas que tengo es que nunca me ha
importado perder nada. Cuando era niño, mi madre se enfadaba mucho conmigo. Hay
tíos que se pasan días enteros buscando todo lo que pierden. A mí nada me
importa lo bastante como para pasarme una hora buscándolo. Quizá por eso sea un
poco cobarde. Aunque no es excusa, de verdad. No se debe ser cobarde en
absoluto, ni poco ni mucho. Si llega el momento de romperle a uno la cara, hay
que hacerlo. Lo que me pasa es que yo no sirvo para esas cosas. Prefiero tirar
a un tío por la ventana o cortarle la cabeza a hachazos, que pegarle un
puñetazo en la mandíbula. Me revientan los puñetazos. No me importa que me
aticen de vez en cuando —aunque, naturalmente, tampoco me vuelve loco—, pero si
se trata de una pelea a puñetazos lo que más me asusta es ver la cara del otro
tío. Eso es lo malo. No me importaría pelear si tuviera los ojos vendados. Sé
que es un tipo de cobardía bastante raro, la verdad, pero aun así es cobardía. No crean que me engaño.
"El guardián entre el centeno",
de Jerome David Salinger.
No hay comentarios:
Publicar un comentario