martes, 1 de octubre de 2013

No pedía mucho, sólo la normalidad que siempre había merecido

Miró por la ventana. Estaba nublado, pero el sol no tardaría en salir. En esa época del año siempre era así. 

Bajó al garaje en calzoncillos. De la estantería más alta  cogió la caja de herramientas – su peso le produjo un instantáneo alivio– , sacó un destornillador, una llave del 9 y otra del 12 y empezó a desmontar la bicicleta, pieza a pieza, metódicamente.

Lo primero que hizo fue engrasar los engranajes,  luego limpió el cuadro con un trapo empapado en alcohol. Con la uña rascó los pegotes de barro. Limpió también los entresijos de los pedales, las ranuras  en que no cabían los dedos. Volvió a montar las diversas piezas, comprobó los frenos y los reguló de modo que quedaran perfectamente equilibrados. Infló las dos ruedas, tentando la presión con la palma de la mano.

Retrocedió un paso, se limpió las manos en los muslos y contempló su trabajo con una molesta sensación de desapego. De una patada volcó la bici, que se dobló sobre sí misma como un animal. Un pedal quedó girando en el aire y Fabio escuchó su rumor hipnótico hasta que de nuevo se hizo el silencio.

Salía del garaje pero se dio media vuelta. Levantó la bici, la puso en su sitio y, sin poder evitarlo, comprobó que no se hubiera roto. Se preguntó por qué no era capaz de ponerlo todo patas arriba, dar rienda suelta a la rabia que sentía, maldecir, romper objetos; por qué prefería que todo pareciese en orden aunque no lo estuviera. 


De "La soledad de los números primos", de Paolo Giordano.

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