Miró por la ventana. Estaba nublado, pero el sol no tardaría
en salir. En esa época del año siempre era así.
Bajó al garaje en calzoncillos. De la estantería más
alta cogió la caja de herramientas – su peso
le produjo un instantáneo alivio– , sacó un destornillador, una llave del 9 y
otra del 12 y empezó a desmontar la bicicleta, pieza a pieza, metódicamente.
Lo primero que hizo fue engrasar los engranajes, luego
limpió el cuadro con un trapo empapado en alcohol. Con la uña rascó los pegotes
de barro. Limpió también los entresijos de los pedales, las ranuras en que no cabían los dedos. Volvió a montar
las diversas piezas, comprobó los frenos y los reguló de modo que quedaran
perfectamente equilibrados. Infló las dos ruedas, tentando la presión con la
palma de la mano.
Retrocedió un paso, se limpió las manos en los muslos y
contempló su trabajo con una molesta sensación de desapego. De una patada volcó
la bici, que se dobló sobre sí misma como un animal. Un pedal quedó girando en
el aire y Fabio escuchó su rumor hipnótico hasta que de nuevo se hizo el
silencio.
De "La soledad de los números primos", de Paolo Giordano.
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