Hace unas semanas fui de oyente a una serie de juicios laborales como actividad complementaria de clase. Este es un breve resumen del espectáculo ofrecido:
Ocupando una octava parte de los casi 4 metros que tenía la
puerta de acceso, un detector de metales al lado de una mesa. El paso por él
parece casi opcional. Al lado, un guardia civil al borde del retiro cuya
garganta ha inhalado demasiados cigarrillos.
Un hombre se acerca a un mostrador buscando al funcionario
encargado de hacer la gestión que necesita. “Sí, es aquí, pero tienes que
esperar a que vuelva mi compañera de desayunar”, le dice una funcionaria.
Los juicios estaban señalados para empezar a las 9:30. Pasadas
las 10 la sala seguía a oscuras, por lo
que me dirijo a un mostrador a preguntar si me había equivocado de planta. Me
dicen que no, que los retrasos son habituales allí. Demandantes y demandados se
enfrentan a una incómoda espera en el pasillo evitándose la mirada. A las 10:30 llega la
jueza y su corte. “Tenemos muchos juicios para hoy, os ruego brevedad”. En fin.
La presencia de la agente judicial da un toque casi
angelical a la sala. Impasible y solitaria, correctamente sentada en su silla a
un lateral. Joven, 1 metro 60, vestido azul marino muy mono, leggins y bailarinas
de terciopelo con un bonito lazo. Su largo pelo se mueve de forma casi
seductora. Derrocha una simpleza que me encanta en las mujeres.
Una señora demanda a la directora de una empresa financiada
con dinero público. La despidieron alegando insuficiencia presupuestaria. Al
día siguiente ya ocupaba su puesto otro señor. Su abogado hizo trizas a la
parte demandada.
Cada vez que la ponían verde, la directora sacaba su Ipad y
se ponía a leer las noticias en un estúpido intento de transmitir suficiencia.
Subido al ring, su abogado se agarraba a un clavo ardiendo.
La impaciente jueza trataba de atajar el ataque del abogado
demandante. “Tenemos prisa, por favor”. “Y con esto ya termino…” decía aquél,
unas 4 o 5 veces.
Cada trapo sucio sacado, la impasible agente judicial
transformaba su mirada de ángel en casi una acusación. “Debería darte
vergüenza”, decía sin palabras desde su apartada silla. La misma mirada me
dirigió a mí cuando estiré las piernas y crucé los brazos en aquella incómoda
silla de madera. Rápidamente corregí mi postura.
Otros 3 o 4 juicios se sucedieron. En uno de ellos las
pretensiones de las partes no se alejaban mucho. La jueza invitó a los
respectivos abogados a sentarse al fondo de la sala y tratar de llegar a un
acuerdo. Aquella estatua de las 10:30 ya se parecía a una persona, una vez
hecho efecto el café o los yogures digestivos.
Una representante de los trabajadores, lega en derecho pero
con muchas agallas y educación, deja en evidencia al abogado de una empresa
donde se había hecho un ERE sin la pertinente negociación.
En un breve receso, abogados, jueza y secretario judicial
critican las últimas medidas de Gallardón. Al cabo de un tiempo la jueza
aplaude: los abogados de antes llegaron a un acuerdo, no es necesario ir a
juicio. Veo como esas dos personas se sonríen y saludan amigablemente al
abandonar la sala.
El Derecho en sí es maravilloso. También es un arma
corrupta y asquerosa. Sonrío al ver
rastros de humanidad en medio de tanta apariencia, y me marcho a casa.
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